Cada mañana Adriana se planta una a una frente
a las puertas de las habitaciones para llevar a cabo su rutina diaria. Limpieza
del cuarto, muda de sábanas, colocación con mimo de las nuevas toallas y
reposición de todo lo que sea necesario. Así lo lleva haciendo desde hace ya
tres años. Son muchas mañanas repitiendo un rito que solo la imaginación y la
alegría son capaces de romper, buscando
algún destello en su aburrido empleo, algún lápiz de color que pintase su gris
mañana. Anteriormente trabajaba en una empresa de diseño gráfico, pero una
inesperada regulación puso bocetos, proyectos y sueños en la calle. Un dibujo
que tantas veces había esquivado, pero que esta vez le tocó perfilar y
afrontar.
Con el paso del tiempo, había descubierto la
afición de algunos clientes por llevarse toallas, sábanas, e incluso mandos de
la televisión o bombillas; con ello fantasea, y se imagina dónde pueden haber
acabado los objetos que con tanta picardía se habían llevado. Objetos que
disfrutan ahora de sus días en libertad, lejos de aquel céntrico hotel en el
que todos se encontraron inconscientemente encerrados. Como ella.
Dejar volar su imaginación, es lo único que
le permite afrontar cada día con una sonrisa que amablemente dedicaba a todos y
cada uno de los clientes del hotel. Con los horarios como guía crea sus aventuras.
Sabe que encerrada en su habitación está la pareja que se ha regalado un
homenaje romántico, apurando hasta el último minuto su apasionada estancia; que
los madrugadores afrontan una larga jornada de trabajo marcada por el ritmo
incansable de su teléfono móvil, con la lengua quemada por apresurarse a tomar
el revitalizante primer café del día; los viajeros de paso llegan tarde y
marchan pronto en busca de su próximo destino; y las familias le regalan un ajetreo
de entradas y salidas, con horarios dispares y variopintos, impredecibles
ellas.
Pero esta vez, se iba a enfrentar ante una
nueva aventura, que nunca antes había afrontado. Le tocó afilar los lápices de
color, y escogió los más primaverales, los más florecientes.
Se
había instalado en la tercera planta. El carácter sobrio, rústico y palaciego
debió de convencerle. “Alguien con tanta delicadeza, se fija en esos detalles” divagó
Adriana. Desde hacía tres mañanas, no entraba en la 314. El cartel rojizo de “no
molestar” colonizaba la manilla de la puerta cada día. De su interior, solo
escapaba el suave sonido de las cuerdas de un violín, que ponía melodía a sus
historias. Su tacto, su melancolía, sus dedos… Adriana deseaba conocerle. Apuraba
sus tareas para llegar a la tercera planta, y detenerse en la habitación 314,
para una vez más, escuchar esos dedos deslizarse por las cuerdas del violín.
Las repetidas ficciones diarias, habían sido abandonadas en algún rincón,
porque todo su espacio del psique era ahora para él.
Una mañana más, apresurada y nerviosa como
una adolescente. Y allí seguía la melodía. Y seguía fantaseando: sus caricias,
sus besos, su calor, sus suspiros… Maldijo una y otra vez el maldito “no molestar”. Deseaba entrar en su
cuarto, oler su presencia, sentir su atmósfera y, por qué no, verle.
Una mañana más, arreglada y coqueta como
hacía tiempo, ilusionada con sus nuevos bocetos, tonteando con sus diseños,
volando hasta la habitación 314. La puerta como barrera, y la música como
puente. Soñando que esa canción, se la estuviese dedicando a ella. Creyendo que
sentía su presencia como ella notaba su calor.
Una mañana más, sonriente y florecida. Sus
pinturas bien afiladas, preparada para imaginar y volar. Tuvo que aterrizar; la
habitación 314 estaba ya vacía. Sin previo aviso, se había ido. Su último disco,
con un precioso violín dibujado en el frontal, presidía la mesa de recepción,
dedicado:
Con afecto a las trabajadoras incansables del Hotel
Libra,
Siempre agradecida, Elisa.
Mi admiración a todas las músicas y
artistas eternamente olvidadas.
El Lo.